
Antonio Ventura - La obra de arte: entre el tanteo y el hallazgo
Dice Vasili Kandinsky que la obra nace de la necesidad interior.
Fue a mis dieciséis años que sentí por vez primera la necesidadde pintar. Un sentimiento tan inesperado como sorprendente.
Así, adquirí mis primeros lienzos, pinceles y óleos y me enfrenté a una práctica tan desconocida que inevitablemente me condujo al fracaso.
Pero yo no cejé.
Supe que me faltaban las herramientas, y las busqué.
Guillermo García Saúco, Ramiro Ramos y, sobre todo, José Luis Gómez Perales fueron los pintores que me descubrieron los misterios del oficio.
Tras el aprendizaje con ellos, descubrí que el resultado obtenido se iba acercando cada vez más al fin buscado.
Y ahí, comenzó ese itinerario en el que aún sigo. Un itinerario que me supuso la realización de obras que yo no había imaginado. Y en él, descubrí que la obra de arte no se busca, se encuentra en un tanteo casi a ciegas; no es un encuentro, pues uno sólo puede encontrar algo que busca, el pintor no busca, pero sí encuentra, y entonces, surge el hallazgo.
Un hallazgo que, en el mejor de los casos, es una epifanía, una revelación. Uno sabe que aquello surgió porque pulsó sin saberlo el registro de la necesidad interior.
Uno ignora si esa obra es buena o no, pero de lo que no tiene duda es de que se trata de una obra verdadera. Una obra que muestra la verdad de uno, una verdad que comunicará emoción a unos cuantos espectadores.
Uno no sé sabe cómo, pero esa obra cobra vida propia, ya no nos pertenece. Al poco tiempo, la observaremos cómo si no fuera nuestra. Nosotros sólo fuimos el instrumento a través del cuál fue creada.
Esa sensación de no ser el autor, me acompañó desde muy joven, y me acompaña. Tras unos años de formación, en los que realicé cuadros con motivos muy distintos —un bodegón, un paisaje, un desnudo— aparecieron las primeras obras sentidas y deseadas,: paisajes.
Desde el principio, fueron unos paisajes desnudos, esquemáticos, ausentes de cualquier detalle, resueltos siempre en tonos pardos y tierras. La resonancia de Díaz Caneja latía en ellos.
A principios de los ochenta, viví cuatro años en un árido pueblo de Madrid que tenía unas canteras abandonadas. En ellas encontré el motivo de mis siguientes cuadros: las piedras. Las grietas y fisuras de las rocas eran un abismo de matices que nunca pude imaginar que habitaran en mis lienzos durante años.
Primero en colores planos, sólo insinuadas las fisuras con grafito y más que pintadas, teñidas con un acrílico casi transparente. Después, los trazos que definían la composición se hicieron más evidentes, y las diferentes zonas de color se llenaron de vibraciones. Los cuadros quisieron crecer en tamaño y durante años fueron soportes de casi dos metros los que definieron mi obra.
En todos esos años, la tentación constructiva estaba presente. Yo sentía, antes de llegar a aplicar el color, la necesidad de componer la obra como si fuese a realizar una abstracción geométrica. Hasta que, a principio de los años 2000, me atreví a dar el salto. Cartones grises cortados a tira líneas, superpuestos,constituyeron el único elemento plástico de mis cuadros.
Ahí, descubrí que la geometría es la poética de la composición.
Fue como una epifanía: descubrir que la razón geométrica —a veces la sección áurea — define un silencio que impide cualquier ruido. Es la mística de la pintura.
Hoy, esas composiciones geométricas tienen el leve volumen de las tablitas de madera que pego sobre los cartones grises y que previamente he coloreado en busca de una armonía o de un contraste que evoque la obra de los grandes artistas a los que admiro o de las grandes pintoras de todos los tiempos y que conforman mi imaginario plástico.
Siento con nitidez aquello que decía Picasso (cito de memoria): La pintura es tan fuerte que hace lo que quiere conmigo.